Diario de un turista en Los Cabos

Sábado 13 de septiembre de 2014
El día de hoy llegamos a un hotel de gran lujo. Es un hotel amplio y bello, con mucho colorido y muchos espacios abiertos. Debido a que vamos en el plan “All Inclusive”, es decir, con alimentos y bebidas incluidos, esperamos tener unos días de mucha relajación y descanso. El hotel tiene dos grandes albercas, un spa-gimnasio, cinco restaurantes, una discoteca y acceso directo a la playa, así que cosas que hacer no nos harán falta.
El mar está lleno de colores azul marino y turquesa, las rocas que se ven a lo lejos, emblemáticas de Cabo, le dan un aire sin igual a este bello lugar.
Pasamos el día como cualquier turista suele hacer en este tipo de lugares, comiendo más allá de la saciedad, relajándonos en la playa y en la alberca, y por la noche, un sueño reparador sin igual.

Domingo 14 de septiembre de 2014
La mañana del domingo transcurre sin mayores incidentes. Desayunamos en un lujoso buffet y disfrutamos de la playa y de la alberca. Hacia medio día nos informan que debido a la presencia de un huracán, será necesario que permanezcamos en nuestras habitaciones a partir de las seis de la tarde.
Sin embargo, aproximadamente tres horas antes de lo estipulado, comienzan fuertes vientos con una lluvia azotadora que provocaba dolor al golpear sobre la piel. Mi esposa y yo decidimos entonces ir al cuarto y pedir servicio a la habitación. Ante la insuficiencia de la comida de este servicio, y después de que los vientos se calmaron un poco, salimos del cuarto y vamos al restaurante para alimentarnos con el buffet. Por precaución, nos provisionamos de algo de comida del buffet para llevar al cuarto y cenar en la noche.
Al acercarse la temida hora, los vientos fueron haciéndose cada vez más fuertes. Las palmeras se movían con intensidad, pero no parecía que fuera a provocar grandes daños. Las olas del mar alcanzaban grandes alturas. A la hora que nos habían indicado vinieron a dejarnos en nuestra habitación un sándwich a cada quien.
Se aproximaba el anochecer. El movimiento del aire se intensificó aún más, el chiflón se escuchaba a nuestro alrededor, parecía venir de todas direcciones. Fuertes soplidos y silbidos invadían nuestros oídos. La puerta de nuestro cuarto comenzó a azotarse. El agua, preciosa dadora de vida, ahora nos aterrorizaba con espantosas goteras que salían de diversos lugares: el ventilador, el detector de humo, las luces del baño e incluso sobre la cama, a nuestros pies. El agua que se acumula afuera de nuestro cuarto, en los pasillos del hotel y en nuestro balcón, comienza a filtrarse hacia el interior.
Ya bien entrada la noche, a los espantos se suma un terrible crujido sobre nuestra ventana. Es el golpeteo de la arena del mar que está llegando hasta nuestro cristal. Me acerco temeroso a la ventana y veo cómo el vidrio se curva hacia adentro, amenazando con romperse. Me regreso aterrado a la cama. Unos momentos más tarde la electricidad comienza a funcionar de manera intermitente, yendo y viniendo, causando terror al irse y una muy breve tranquilidad al regresar.
Horrorizado, pero a la vez maravillado, pronuncio la siguiente bendición en hebreo: “bendito seas tú señor, nuestro D’s, rey del mundo, realizador de los eventos de la creación”.
Las luces se apagan en forma definitiva. Nuestros intentos por dormir son en vano. Quizá lo logramos brevemente durante el ojo del huracán, que habrá durado unos trinta minutos. No sé bien a qué hora se terminó la tormenta, pero su fin implicó un gran alivio. Los vidrios soportaron y la inundación del cuarto apenas llegó a poco más de un centímetro. Las goteras continúan pero con menor intensidad. Nos hemos salvado.

Lunes 15 de septiembre de 2014
Llega la mañana y con eso, la curiosidad por averiguar el resultado final de la tormenta. Nos asomamos al balcón de nuestro cuarto. Hay un gran número de palmeras caídas, las albercas están llenas de arena, mugre y basura. La electricidad nunca regresó. El mar, antes tan bello y colorido, ahora se encontraba cubierto por una espantosa mancha de color café verdoso.
Salimos del cuarto y hacemos un recorrido por el hotel. Se ven ladrillos en el suelo, vidrios rotos, hierba pegada en todas las paredes, el mobiliario arruinado. El hotel tan colorido ahora es un lugar lúgubre, como si en él fuera a escribirse una novela de misterio del siglo XIX.
El camino principal de entrada hacia el hotel está completamente inundado. En él se ve una camioneta de la cual se encuentra sumergida más de la mitad. Los automóviles que se encuentran en los estacionamientos también están sumergidos.
En frente nuestro se ve otro hotel de la misma cadena, y en su piso inferior se ven los cuartos cubiertos por un metro de agua lodosa. “A pesar de todo, soy muy afortunado”, pensé.
La escultura que se encontraba en la entrada de nuestro hotel, que mostraba a un indio de manera gloriosa, ahora estaba decapitada y doblada hacia atrás, como si alguien hubiera cometido esa atrocidad mientras jugaba limbo.
Con la falta de corriente eléctrica, las bombas de agua dejaron de funcionar y por lo tanto no había agua corriente, no nos pudimos bañar.
De desayuno nos dan apenas un mísero sándwich, y una botella de refresco, y para obtenerlo hay que formar una larga fila.
Nos empiezan a dar información confusa y contradictoria. Nos dicen que supuestamente la electricidad volverá mañana, o que tardará más días. Lo mismo con la apertura del aeropuerto, la situación en el centro de la ciudad, nada nos queda claro. No sabemos absolutamente nada. Estamos en una total ignorancia de lo que ocurre.
Vamos hacia la playa, y vemos con tristeza que la arena está llena de basura.
Más tarde,  la comida nos la dan ahora en uno de los restaurantes del hotel, pero al igual que para el desayuno, hubo que formar una larga fila, y las porciones fueron pequeñas. Me quedó claro en ese momento que ese régimen continuaría por el tiempo previsible.
Lo que se suponía sería un viaje lleno de lujos ahora se había convertido en un sistema socialistoide. Los empleados que antes eran nuestros servidores, ahora son los regidores del estado benefactor. Los turistas ahora no somos más que zánganos sin reina, que chupamos la vida del lugar, requiriendo comida y bebida sin aportar absolutamente nada. No podemos aportar nada, no podemos ayudar. Ni si quiera podemos salir del hotel. Sabemos todos que nuestra presencia en el lugar es indeseable y perjudicial para los locales, pero nos es imposible abandonar el sitio. No nos queda más que resignarnos, no sin muchísima frustración. Para aliviarla ligeramente, unos pocos huéspedes decidimos ayudar a los empleados en las labores de limpieza del hotel. No es, sin embargo, suficiente. No hay nada que pueda ser suficiente.
Debido a la falta de electricidad, no nos queda de otra más que irnos a dormir temprano, en ese cuarto húmero y maloliente.

Martes 16 de septiembre de 2014
Es el día de la independencia de México, y nadie está celebrando. Aún no hay electricidad. La vida cuasi-soviética en el hotel continúa. El lobby se llena de huéspedes del edificio vecino que se inundó, quienes pasaron la noche allí.
La información sigue siendo confusa. La electricidad no llega y no saben cuándo va a llegar, aunque algunos dicen que llegará mañana. Yo no les creo en lo absoluto. Vienen a visitarnos de la marina pero nunca queda claro el motivo de su visita ni tampoco nos dan información precisa. Nos insisten con vehemencia que lo más seguro que podemos hacer es quedarnos en el hotel, que no salgamos, que la situación en el centro está espantosa, que la gente está enardecida y que no es un lugar seguro.
Decidimos salir del hotel para ir a una tienda que se encuentra cerca. Aunque el camino principal sigue inundado, gracias a un muro separador que tiró el huracán es posible salir por la parte trasera de una especie de construcción.
Pasamos junto a las ruinas de lo que alguna vez fue una tienda de una importante cadena de artículos de oficina. Los muros destrozados, el lugar lleno de escombros. Pero lo más espantoso de eso fue ver como estaba siendo saqueado. Se veía gente salir con computadoras, impresoras, sillas de lujo e incluso software. ¿Para qué quieren todo eso? No podrán hacer uso de ello y/o venderlo hasta que la emergencia haya pasado. Es realmente vergonzoso lo que está ocurriendo.
Mientras una mujer arrastra una silla de lujo por un camino de tierra, un habitante local, que estaba de mirón más no estaba robando, le grita: “¡Cuidado que es blanca, no vaya a mancharse… como tu conciencia!”. La mujer, sin si quiera voltear a verlo, continúa su camino.
¡Qué triste es ver como en una situación así sale a la luz lo peor de los hombres! Adultos y jóvenes, mujeres y niños, eran partícipes de aquel terrible crimen. La simple avaricia y no las necesidades de supervivencia estaban impulsando ese acto tan ruin. ¿Qué acaso no ven que están perjudicando el futuro de su pueblo? ¿No saben que por su vandalismo, el proceso de recuperación será mucho más prolongado? Era triste ver basura en las calles y saber que esa basura en particular no era por causa del huracán, sino del hombre.
Mi corazón se llenó de dolor al ver esas escenas, y al acercarse otra persona que venía de la tienda y que nos dijo que la fila era larga y los precios estaban inflados, decidimos desistir.  Si no hubiera estado mal alimentado y tan nervioso por mis propios problemas, seguramente hubiera estallado en llanto.
Llega la noche y con eso no queda de otra más que dormir, ya que las estrellas y la luna son insuficientes para permitir cualquier otra actividad. El cuarto, sin aire acondicionado, se ha vuelto sofocante. Aunque éste ya no huele mal debido a que apenas hoy lo limpiaron por la mañana, la arena, la asquerosa suciedad de dos días sin poderme bañar y el sudor de mi cuerpo, juntos se confabulan para atacarme con una comezón espantosa. Dormir resulta, por lo tanto, imposible.

Miércoles 17 de septiembre
Algunas personas ya han comenzado a abandonar el hotel, debido a vuelos de emergencia organizados por el gobierno federal y otras organizaciones. Otras han preferido buscar la aventura, dirigiéndose a La Paz, la ciudad más cercana, que seguir en este hediondo hotel de lujo convertido en pocilga, ya que los reportes indican que ahí ya hay agua y electricidad.
La fila del desayuno es interrumpida por la llegada de un hombre de la marina, que nos reitera que lo mejor es quedarnos en el hotel y de la inseguridad de ir al centro. Nos asegura que todos vamos a salir, que a todos nos van a evacuar, pero no nos dicen cuándo ni cómo. La confusión, la desconfianza y la incertidumbre no disminuyen en lo absoluto.
Decidimos pasar el día junto a la alberca, y ante el intenso calor, decidimos finalmente meternos, a pesar de que el agua estaba mugrienta todavía, ya que solamente habían sacado la basura que las redes pueden extraer. Resulta refrescante pero a su vez preocupante.
Viene la hora de la comida. Nos anuncian que este será el último alimento que el hotel nos va a proveer. Mis esposa se forma en la larga fila para obtener alimentos, yo la abandono un momento para subir a la recepción.
Ahí me encuentro con una persona de barbas largas, usando kipá y tzitzit, ornamentos típicos de un judío religioso. Lo miro fijamente. Él lo nota y me saluda, hablando en hebreo. Le contesto de la misma manera y le hablo de mi situación. Al saber que soy mexicano cambiamos el idioma de la conversación a español. Me explica que él vive aquí en los cabos, que es el rabino de una pequeña comunidad y que fue enviado para recoger a una persona en específico por la embajada de Israel.  Nos dice que en este momento está con mucha prisa y no nos puede ayudar pero me da su tarjeta con sus datos, ofreciéndome su casa y alimentos, para que lo contacte más adelante. Su nombre es Benny.
Un alivio tremendo me llena, sabiendo que no estoy solo y que cuento con alguien que me pueda ayudar. Al bajar de nuevo a la fila para la comida se lo presento a mi esposa y ella siente lo mismo. Tan solo su mera presencia en el lugar nos ha levantado los ánimos a los dos de una manera increíble.
Dejamos que Benny se fuera y nos dispusimos a comer. Al terminar subimos al lobby y vemos unos carteles anunciando que mañana a las 9 AM comenzará la evacuación del hotel, recogiendo 20 personas por hora de cada uno de los dos hoteles, dando un total de 40. Nos avisan que ya en el aeropuerto, son filas de 4 a 6 horas para poder abordar un avión, y que todo esto es a la intemperie, sufriendo la intensidad del calor del sol.
Ante la incertidumbre de la situación del hotel, lo poco confiable que había resultado la información y el prospecto de pasar un gran número de horas sin alimentos formados en una larga fila, decidimos abandonar el hotel y dirigirnos hacia la dirección que se encontraba en la tarjeta de Benny. Su dirección era en el centro de la ciudad, justo el lugar que los marinos insistieran que evitáramos. Pero no nos importó.
Caminamos, ya con nuestras maletas, hasta llegar a un supermercado mayorista de gran formato, el cual estaba siendo saqueado sin piedad alguna. Esperábamos encontrar algún taxi, pero ninguno pasó. Titubeamos por unos momentos, indecisos al respecto de si regresar al hotel o continuar caminando hacia el centro. Aún sin saber bien hacia dónde nos dirigíamos, decidimos continuar.
Un amable hombre de la localidad, que transitaba en una camioneta, nos ofreció llevarnos. Dada la situación, decidimos tomar su oferta. Ni él ni nosotros sabíamos cómo llegar, así que nos dejó en una ubicación que aún estaba un poco lejos de nuestro destino.
Al bajar de su camioneta pudimos observar, completamente atónitos, el estado en que se encontraba el centro de la ciudad: árboles caídos, postes en el suelo, fachadas deshechas, escombros por todos lados. Esa ciudad vibrante y llena de vida que nos recibió estaba ahora desolada y devastada. Pocas almas se aventuraban a pisar esas tristes calles, aún en plena luz de día.
No nos pudimos detener a llorar, porque estábamos desorientados y aún teníamos un camino que proseguir. Los pocos lugareños que se encontraban en las calles nos guiaron de manera imprecisa. Mi mente empezó a llenarse de imágenes de mi esposa y yo, con las maletas, en el centro de esa ciudad, en total obscuridad, rodeados de saqueadores que esperarían el momento preciso para asaltarnos. Era imperativo que llegáramos al lugar antes de que esas fantasías se convirtieran en realidad.
Llegamos al fin a una zona residencial, y empezamos a ver barricadas improvisadas con árboles caídos por el huracán. Ojos vigilantes nos miraban para asegurarse que no fuéramos a hacer con las casas de esos pobres pobladores lo mismo que ya se había hecho en las grandes cadenas de tiendas y supermercados. Nuestro temor iba en aumento.
Finalmente dimos con la casa del Rabino Benny, que también fungía como sinagoga y centro judaico, y fuimos recibidos un grupo de Israelíes que, tras interrogarnos, nos dieron la bienvenida. Pero ellos tenían que irse así que nos dejaron solos y cerraron con llave, dejándonos a nosotros las llaves por si acaso. Benny no había llegado aún.
Al igual que el resto de la ciudad, la casa de Benny no tenía electricidad ni agua, aunque el lugar, afortunadamente, no había recibido grandes daños. La noche se aproximaba y nos empezamos a poner nerviosos. ¿Qué pasaría si el rabino no llegaba y nos veíamos obligados a pasar la noche solos en su casa? ¿Cómo nos transportaríamos después?
Llega alguien al lugar y nos empieza a gritar: “eh, ¡judío!”. De nuevo mi esposa y yo nos sentimos invadidos por el temor. Decido asomarme a la ventana. Era nada más uno de los Israelíes que venía a tomar prestado un tambo de gasolina de los que tenía Benny, en el departamento, y no recordaba mi nombre.
Finalmente Benny llegó con su esposa y sus hijos, y nos recibieron con mucha calidez y amabilidad. Nos permitieron bañarnos utilizando unos garrafones llenos con agua de su cisterna. En estas circunstancias, ese baño fue un alivio tremendo para nosotros, así de modesto, para nosotros fue glorioso.
Nos dieron de cenar pescado, carne y verduras, y en esta ocasión, no hubo limitantes con las raciones. Es una de las comidas más deliciosas que he tenido en mi vida. Pudimos escuchar de la boca del rabino Benny algunos de los pormenores de cómo se vivió la tormenta en el centro de la ciudad:
Ellos estaban en su casa y con el viento se escuchó el ruido de cristales rotos, árboles y postes caídos, pudo ver cómo en casa de sus vecinos algunos muros se derrumbaban. La casa comenzó a llenarse de agua de la intensa lluvia que caía. La puerta de su garaje parecía como un tejido de piel muerta que se desprendía con el aire. El horror que se vivió en la ciudad fue inmensamente mayor que el que nosotros vivimos como huéspedes de un hotel.
Desde el día siguiente, comenzó la escasez de comida, agua y gasolina, y con ello los saqueos en todas las tiendas y negocios. Los vecinos decidieron armar comités de vigilancia y barricadas, las cuales se hicieron con los árboles caídos por la tormenta. Se toman turnos durante el día y la noche, se hacen fogatas para mantener el área iluminada. Era la más espantosa literatura de ficción distópica llevada a la realidad.
También nos comentó que el día de mañana él va a llevar a su esposa y a sus hijos a La Paz, pero él se va a regresar a Los Cabos. Va a recibir a los miembros de CADENA, una organización no lucrativa que se dedica a apoyar en las laboras de rescate en este tipo de desastres, y quienes traerán víveres para los necesitados de la localidad. Además tiene una misión: mientras haya un solo judío en Los Cabos, él, como rabino, se quedará a darles todo su apoyo. Una valentía sumamente admirable.
El rabino nos dio una recámara para pasar la noche, a la cual le faltaba un cristal en una de sus ventanas. Los ruidos callejeros no nos permitieron conciliar el sueño. Se oían gritos y sonidos extraños. No me atreví a mirar para discernir qué era lo que estaba ocurriendo. No sé si eran golpeteos, luchas o si simplemente se trataba de gente buscando entre los escombros. Y no paró hasta llegar la mañana.

Jueves 18 de septiembre
El día de hoy nos levantamos aproximadamente a las siete de la mañana, me vestí, realicé mis rezos de la mañana y posteriormente Benny nos llevó a mí y a mi esposa a la entrada de nuestro hotel. Antes de irnos, su esposa nos dio para que nos lleváramos tres sándwiches de atún y dos frascos llenos de pan de miel. Nosotros les dejamos, para que entregaran a la gente de CADENA, ocho botellas de refresco que habíamos tomado del servibar del hotel y nos llevamos aproximadamente dos litros de agua para nuestro consumo durante el día.
En el camino nos encontramos con varios empleados de la Marina Nacional, usando una banda que decía “Plan DNIII” en el antebrazo, realizando labores de limpieza en las calles. Benny les gritaba a cada uno de ellos, desde lo más profundo de su corazón: “¡Muchísimas gracias, que D’s los bendiga!” y ellos devolvían el agradecimiento con una sonrisa. La gratitud del rabino era algo sumamente conmovedor.
Llegamos al lugar y vimos que estaban formando fila los últimos huéspedes que quedaban en el hotel. Resulta que la evacuación, en lugar de empezar a las nueve de la mañana, comenzó desde las dos de la madrugada, y ya estaban por terminar.
También vimos las largas filas, de varios kilómetros que había para poder llenar el tanque en las gasolineras. Benny nos comentó que los suministros los estaban limitando a $150 por persona, y que la longitud de la fila podía ser hasta de seis horas, dependiendo de qué tan temprano llegara uno a formarse.
Benny nos ofreció llevarnos al aeropuerto, y le dijimos que mejor, para ahorrarse gasolina, nos deje ahí. Nos despedimos de él, me da a mí un caluroso abrazo (a mi esposa no por las leyes del recato del judaísmo) y nos tomamos unas fotos. Al ver partir al rabino nos sentimos sumamente aliviados, ya que sabemos que esta pesadilla está por terminar.
En un pequeño transporte de turismo nos llevan al aeropuerto. Pasamos por una glorieta en la que se ve mucha gente reunida, pero no conviviendo, cada una está por su cuenta buscando hacer funcionar su pequeño teléfono celular. Deduje que esa glorieta sería uno de los pocos lugares con señal disponible en toda el área.
Llegamos al aeropuerto y nos hicieron formarnos en una larguísima fila. La fila avanzó lentamente y estábamos a la intemperie, con el sol azotándonos a todos con su intenso calor. Ocasionalmente pasaba personal de la marina. La gente les gritaba, desesperada: “¡agua, agua!”. Y eventualmente cumplieron con esa petición. Dando prioridad a los niños, quienes a veces se valían de su aparente inocencia para obtener más de una, los marinos nos repartían agua a todos, a veces eran botellas pequeñas de doscientos mililitros, a veces de seiscientos y a veces hasta de un litro.
En medio de la fila, bajo las ruinas de lo que había sido un local de renta de autos, la gente se refugiaba del intenso calor. Quienes estaban formados en la fila e iban en grupos hacían turnos para poder mantener su lugar en la fila. Yo particularmente acordé con mi esposa que nos íbamos alternando, media hora y media hora.
Al principio la fila avanzaba a paso lento pero sostenido, pero en algún momento estuvo prácticamente detenida por casi dos horas. En este tiempo se vio llegar a un helicóptero que, según decían los rumores entre nosotros, era el Presidente Enrique Peña Nieto. Pero nunca se paró entre nosotros. La fila continuó poco después de que el helicóptero que presuntamente traía al presidente abandonó el lugar.  La gente formada no pudo evitar expresar su enojo ante esta aparente ocurrencia de nuestro gobernante.
Varias veces me puse protector solar, pero sabiendo que éste sería insuficiente, yo mantuve mi cabeza y cuello cubiertos con un suéter, me puse un pantalón de mezclilla encima de mis shorts, y trataba de colocarme siempre de espaldas al sol para proteger mis brazos con la sombra de mi propio cuerpo. Esto me obligó a estar mucho tiempo viendo de espaldas a la dirección en la que se dirigía la fila.
En una ocasión pasaron por la fila preguntando acerca de quién iba hacia Monterrey. Los que decían que iban para allá rompían fila y eran llevados hacia el avión. Yo los ignoré, pero mi esposa me dijo que deberíamos irnos para allá aunque nuestro destino final sea la Ciudad de México, que ella ya no soportaba más ese calor.
Pasaron cinco largas horas, tras las cuales llegamos a un punto de control donde dejaban pasar a la gente de manera contada, y tras lo cual nos hicieron caminar hacia lo que había sido el Aeropuerto Internacional de Los Cabos.
Ahí donde con tanta ilusión habíamos recogido nuestras maletas a nuestra llegada, ahora era una banda que solamente cargaba escombros. Los plafones del techo ya no existían, los ductos de ventilación estaban plenamente visibles y el techo de lámina era el que nos hacía sombra. En el edificio hicimos una fila de dos horas, serpenteando por diversas secciones del aeropuerto. Las máquinas de rayos X que utilizan los de la aduana ahora no eran más que asientos donde la gente se sentaba para descansar sus pies.
De nuevo preguntaron por gente que fuera para Monterrey, pero ya en esta ocasión mi esposa prefirió que continuáramos, ya después del largo camino, ya nos faltaba poco para dirigirnos hacia nuestra amada ciudad natal.
Cuando ya estábamos cerca del final de la fila, una persona de la organización grito que quién iba para México. Siendo que éramos un gran número de personas en esa situación, las filas se deshicieron y algunos trataron de aprovechar el momento para meterse antes de su turno. Yo les lancé gritos llenos de ira para que reconsideren y nos dejen pasar a los que llevábamos más tiempo ahí. Al parecer mis gritos tuvieron el efecto deseado y se detuvieron.
Finalmente salimos y abordamos un pequeño camión que nos llevó hacia nuestro avión. Pudimos ver magníficos aviones y helicópteros de la Marina y de la Policía Federal. Finalmente nos dejaron en frente de nuestro avión, de una conocida línea aérea comercial y lo abordamos.
Ya en el avión, pasamos una agónica hora esperando para que éste despegara. Ocho horas en total fue el tiempo que hicimos desde que nos formamos en la fila hasta que el avión abandonó el suelo. Los pasajeros, aliviados, aplaudimos con gran emoción.

Nuestro sufrimiento se había terminado. Pero no dejo este lugar sin una gran tristeza. Tristeza por no haber podido conocer los Cabos en su máximo esplendor. Tristeza porque en mi trabajo falta un año para que pueda volver a tomar vacaciones, y no pude descansar en lo absoluto. Pero por encima de todo, una enorme y terrible tristeza porque para aquellos que se quedaron en Los Cabos, aquellos que viven ahí y que no tienen ningún sitio a donde ir, lo peor aún está por comenzar.

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