Diario de un turista en Los Cabos
Sábado 13 de septiembre
de 2014
El día de hoy llegamos a un hotel
de gran lujo. Es un hotel amplio y bello, con mucho colorido y muchos espacios
abiertos. Debido a que vamos en el plan “All Inclusive”, es decir, con
alimentos y bebidas incluidos, esperamos tener unos días de mucha relajación y
descanso. El hotel tiene dos grandes albercas, un spa-gimnasio, cinco
restaurantes, una discoteca y acceso directo a la playa, así que cosas que
hacer no nos harán falta.
El mar está lleno de colores azul
marino y turquesa, las rocas que se ven a lo lejos, emblemáticas de Cabo, le
dan un aire sin igual a este bello lugar.
Pasamos el día como cualquier
turista suele hacer en este tipo de lugares, comiendo más allá de la saciedad,
relajándonos en la playa y en la alberca, y por la noche, un sueño reparador
sin igual.
Domingo 14 de septiembre de 2014
La mañana del domingo transcurre
sin mayores incidentes. Desayunamos en un lujoso buffet y disfrutamos de la
playa y de la alberca. Hacia medio día nos informan que debido a la presencia
de un huracán, será necesario que permanezcamos en nuestras habitaciones a partir
de las seis de la tarde.
Sin embargo, aproximadamente tres
horas antes de lo estipulado, comienzan fuertes vientos con una lluvia
azotadora que provocaba dolor al golpear sobre la piel. Mi esposa y yo
decidimos entonces ir al cuarto y pedir servicio a la habitación. Ante la
insuficiencia de la comida de este servicio, y después de que los vientos se
calmaron un poco, salimos del cuarto y vamos al restaurante para alimentarnos
con el buffet. Por precaución, nos provisionamos de algo de comida del buffet
para llevar al cuarto y cenar en la noche.
Al acercarse la temida hora, los
vientos fueron haciéndose cada vez más fuertes. Las palmeras se movían con
intensidad, pero no parecía que fuera a provocar grandes daños. Las olas del
mar alcanzaban grandes alturas. A la hora que nos habían indicado vinieron a
dejarnos en nuestra habitación un sándwich a cada quien.
Se aproximaba el anochecer. El
movimiento del aire se intensificó aún más, el chiflón se escuchaba a nuestro
alrededor, parecía venir de todas direcciones. Fuertes soplidos y silbidos invadían
nuestros oídos. La puerta de nuestro cuarto comenzó a azotarse. El agua,
preciosa dadora de vida, ahora nos aterrorizaba con espantosas goteras que
salían de diversos lugares: el ventilador, el detector de humo, las luces del
baño e incluso sobre la cama, a nuestros pies. El agua que se acumula afuera de
nuestro cuarto, en los pasillos del hotel y en nuestro balcón, comienza a
filtrarse hacia el interior.
Ya bien entrada la noche, a los
espantos se suma un terrible crujido sobre nuestra ventana. Es el golpeteo de
la arena del mar que está llegando hasta nuestro cristal. Me acerco temeroso a
la ventana y veo cómo el vidrio se curva hacia adentro, amenazando con
romperse. Me regreso aterrado a la cama. Unos momentos más tarde la
electricidad comienza a funcionar de manera intermitente, yendo y viniendo,
causando terror al irse y una muy breve tranquilidad al regresar.
Horrorizado, pero a la vez
maravillado, pronuncio la siguiente bendición en hebreo: “bendito seas tú
señor, nuestro D’s, rey del mundo, realizador de los eventos de la creación”.
Las luces se apagan en forma
definitiva. Nuestros intentos por dormir son en vano. Quizá lo logramos
brevemente durante el ojo del huracán, que habrá durado unos trinta minutos. No sé bien
a qué hora se terminó la tormenta, pero su fin implicó un gran alivio. Los
vidrios soportaron y la inundación del cuarto apenas llegó a poco más de un
centímetro. Las goteras continúan pero con menor intensidad. Nos hemos salvado.
Lunes 15 de septiembre de 2014
Llega la mañana y con eso, la
curiosidad por averiguar el resultado final de la tormenta. Nos asomamos al
balcón de nuestro cuarto. Hay un gran número de palmeras caídas, las albercas
están llenas de arena, mugre y basura. La electricidad nunca regresó. El mar,
antes tan bello y colorido, ahora se encontraba cubierto por una espantosa
mancha de color café verdoso.
Salimos del cuarto y hacemos un
recorrido por el hotel. Se ven ladrillos en el suelo, vidrios rotos, hierba
pegada en todas las paredes, el mobiliario arruinado. El hotel tan colorido
ahora es un lugar lúgubre, como si en él fuera a escribirse una novela de
misterio del siglo XIX.
El camino principal de entrada
hacia el hotel está completamente inundado. En él se ve una camioneta de la
cual se encuentra sumergida más de la mitad. Los automóviles que se encuentran
en los estacionamientos también están sumergidos.
En frente nuestro se ve otro
hotel de la misma cadena, y en su piso inferior se ven los cuartos cubiertos
por un metro de agua lodosa. “A pesar de todo, soy muy afortunado”, pensé.
La escultura que se encontraba en
la entrada de nuestro hotel, que mostraba a un indio de manera gloriosa, ahora
estaba decapitada y doblada hacia atrás, como si alguien hubiera cometido esa
atrocidad mientras jugaba limbo.
Con la falta de corriente
eléctrica, las bombas de agua dejaron de funcionar y por lo tanto no había agua
corriente, no nos pudimos bañar.
De desayuno nos dan apenas un
mísero sándwich, y una botella de refresco, y para obtenerlo hay que formar una
larga fila.
Nos empiezan a dar información
confusa y contradictoria. Nos dicen que supuestamente la electricidad volverá
mañana, o que tardará más días. Lo mismo con la apertura del aeropuerto, la
situación en el centro de la ciudad, nada nos queda claro. No sabemos
absolutamente nada. Estamos en una total ignorancia de lo que ocurre.
Vamos hacia la playa, y vemos con
tristeza que la arena está llena de basura.
Más tarde, la comida nos la dan ahora en uno de los
restaurantes del hotel, pero al igual que para el desayuno, hubo que formar una
larga fila, y las porciones fueron pequeñas. Me quedó claro en ese momento que
ese régimen continuaría por el tiempo previsible.
Lo que se suponía sería un viaje
lleno de lujos ahora se había convertido en un sistema socialistoide. Los
empleados que antes eran nuestros servidores, ahora son los regidores del
estado benefactor. Los turistas ahora no somos más que zánganos sin reina, que
chupamos la vida del lugar, requiriendo comida y bebida sin aportar
absolutamente nada. No podemos aportar nada, no podemos ayudar. Ni si quiera
podemos salir del hotel. Sabemos todos que nuestra presencia en el lugar es
indeseable y perjudicial para los locales, pero nos es imposible abandonar el
sitio. No nos queda más que resignarnos, no sin muchísima frustración. Para aliviarla
ligeramente, unos pocos huéspedes decidimos ayudar a los empleados en las
labores de limpieza del hotel. No es, sin embargo, suficiente. No hay nada que
pueda ser suficiente.
Debido a la falta de
electricidad, no nos queda de otra más que irnos a dormir temprano, en ese
cuarto húmero y maloliente.
Martes 16 de septiembre de 2014
Es el día de la independencia de
México, y nadie está celebrando. Aún no hay electricidad. La vida cuasi-soviética
en el hotel continúa. El lobby se llena de huéspedes del edificio vecino que se
inundó, quienes pasaron la noche allí.
La información sigue siendo
confusa. La electricidad no llega y no saben cuándo va a llegar, aunque algunos
dicen que llegará mañana. Yo no les creo en lo absoluto. Vienen a visitarnos de
la marina pero nunca queda claro el motivo de su visita ni tampoco nos dan
información precisa. Nos insisten con vehemencia que lo más seguro que podemos
hacer es quedarnos en el hotel, que no salgamos, que la situación en el centro
está espantosa, que la gente está enardecida y que no es un lugar seguro.
Decidimos salir del hotel para ir
a una tienda que se encuentra cerca. Aunque el camino principal sigue inundado,
gracias a un muro separador que tiró el huracán es posible salir por la parte
trasera de una especie de construcción.
Pasamos junto a las ruinas de lo
que alguna vez fue una tienda de una importante cadena de artículos de oficina.
Los muros destrozados, el lugar lleno de escombros. Pero lo más espantoso de
eso fue ver como estaba siendo saqueado. Se veía gente salir con computadoras,
impresoras, sillas de lujo e incluso software. ¿Para qué quieren todo eso? No
podrán hacer uso de ello y/o venderlo hasta que la emergencia haya pasado. Es
realmente vergonzoso lo que está ocurriendo.
Mientras una mujer arrastra una
silla de lujo por un camino de tierra, un habitante local, que estaba de mirón
más no estaba robando, le grita: “¡Cuidado que es blanca, no vaya a mancharse…
como tu conciencia!”. La mujer, sin si quiera voltear a verlo, continúa su
camino.
¡Qué triste es ver como en una
situación así sale a la luz lo peor de los hombres! Adultos y jóvenes, mujeres
y niños, eran partícipes de aquel terrible crimen. La simple avaricia y no las
necesidades de supervivencia estaban impulsando ese acto tan ruin. ¿Qué acaso
no ven que están perjudicando el futuro de su pueblo? ¿No saben que por su
vandalismo, el proceso de recuperación será mucho más prolongado? Era triste
ver basura en las calles y saber que esa basura en particular no era por causa
del huracán, sino del hombre.
Mi corazón se llenó de dolor al
ver esas escenas, y al acercarse otra persona que venía de la tienda y que nos
dijo que la fila era larga y los precios estaban inflados, decidimos desistir. Si no hubiera estado mal alimentado y tan nervioso
por mis propios problemas, seguramente hubiera estallado en llanto.
Llega la noche y con eso no queda
de otra más que dormir, ya que las estrellas y la luna son insuficientes para
permitir cualquier otra actividad. El cuarto, sin aire acondicionado, se ha
vuelto sofocante. Aunque éste ya no huele mal debido a que apenas hoy lo
limpiaron por la mañana, la arena, la asquerosa suciedad de dos días sin
poderme bañar y el sudor de mi cuerpo, juntos se confabulan para atacarme con
una comezón espantosa. Dormir resulta, por lo tanto, imposible.
Miércoles 17 de septiembre
Algunas personas ya han comenzado
a abandonar el hotel, debido a vuelos de emergencia organizados por el gobierno
federal y otras organizaciones. Otras han preferido buscar la aventura,
dirigiéndose a La Paz, la ciudad más cercana, que seguir en este hediondo hotel
de lujo convertido en pocilga, ya que los reportes indican que ahí ya hay agua
y electricidad.
La fila del desayuno es
interrumpida por la llegada de un hombre de la marina, que nos reitera que lo mejor
es quedarnos en el hotel y de la inseguridad de ir al centro. Nos asegura que
todos vamos a salir, que a todos nos van a evacuar, pero no nos dicen cuándo ni
cómo. La confusión, la desconfianza y la incertidumbre no disminuyen en lo
absoluto.
Decidimos pasar el día junto a la
alberca, y ante el intenso calor, decidimos finalmente meternos, a pesar de que
el agua estaba mugrienta todavía, ya que solamente habían sacado la basura que
las redes pueden extraer. Resulta refrescante pero a su vez preocupante.
Viene la hora de la comida. Nos
anuncian que este será el último alimento que el hotel nos va a proveer. Mis
esposa se forma en la larga fila para obtener alimentos, yo la abandono un
momento para subir a la recepción.
Ahí me encuentro con una persona
de barbas largas, usando kipá y tzitzit, ornamentos típicos de un judío
religioso. Lo miro fijamente. Él lo nota y me saluda, hablando en hebreo. Le
contesto de la misma manera y le hablo de mi situación. Al saber que soy
mexicano cambiamos el idioma de la conversación a español. Me explica que él
vive aquí en los cabos, que es el rabino de una pequeña comunidad y que fue
enviado para recoger a una persona en específico por la embajada de Israel. Nos dice que en este momento está con mucha
prisa y no nos puede ayudar pero me da su tarjeta con sus datos, ofreciéndome
su casa y alimentos, para que lo contacte más adelante. Su nombre es Benny.
Un alivio tremendo me llena,
sabiendo que no estoy solo y que cuento con alguien que me pueda ayudar. Al
bajar de nuevo a la fila para la comida se lo presento a mi esposa y ella
siente lo mismo. Tan solo su mera presencia en el lugar nos ha levantado los
ánimos a los dos de una manera increíble.
Dejamos que Benny se fuera y nos
dispusimos a comer. Al terminar subimos al lobby y vemos unos carteles
anunciando que mañana a las 9 AM comenzará la evacuación del hotel, recogiendo
20 personas por hora de cada uno de los dos hoteles, dando un total de 40. Nos
avisan que ya en el aeropuerto, son filas de 4 a 6 horas para poder abordar un
avión, y que todo esto es a la intemperie, sufriendo la intensidad del calor
del sol.
Ante la incertidumbre de la
situación del hotel, lo poco confiable que había resultado la información y el
prospecto de pasar un gran número de horas sin alimentos formados en una larga
fila, decidimos abandonar el hotel y dirigirnos hacia la dirección que se
encontraba en la tarjeta de Benny. Su dirección era en el centro de la ciudad,
justo el lugar que los marinos insistieran que evitáramos. Pero no nos importó.
Caminamos, ya con nuestras
maletas, hasta llegar a un supermercado mayorista de gran formato, el cual
estaba siendo saqueado sin piedad alguna. Esperábamos encontrar algún taxi,
pero ninguno pasó. Titubeamos por unos momentos, indecisos al respecto de si
regresar al hotel o continuar caminando hacia el centro. Aún sin saber bien
hacia dónde nos dirigíamos, decidimos continuar.
Un amable hombre de la localidad,
que transitaba en una camioneta, nos ofreció llevarnos. Dada la situación,
decidimos tomar su oferta. Ni él ni nosotros sabíamos cómo llegar, así que nos
dejó en una ubicación que aún estaba un poco lejos de nuestro destino.
Al bajar de su camioneta pudimos
observar, completamente atónitos, el estado en que se encontraba el centro de
la ciudad: árboles caídos, postes en el suelo, fachadas deshechas, escombros
por todos lados. Esa ciudad vibrante y llena de vida que nos recibió estaba
ahora desolada y devastada. Pocas almas se aventuraban a pisar esas tristes
calles, aún en plena luz de día.
No nos pudimos detener a llorar,
porque estábamos desorientados y aún teníamos un camino que proseguir. Los
pocos lugareños que se encontraban en las calles nos guiaron de manera imprecisa.
Mi mente empezó a llenarse de imágenes de mi esposa y yo, con las maletas, en
el centro de esa ciudad, en total obscuridad, rodeados de saqueadores que
esperarían el momento preciso para asaltarnos. Era imperativo que llegáramos al
lugar antes de que esas fantasías se convirtieran en realidad.
Llegamos al fin a una zona
residencial, y empezamos a ver barricadas improvisadas con árboles caídos por
el huracán. Ojos vigilantes nos miraban para asegurarse que no fuéramos a hacer
con las casas de esos pobres pobladores lo mismo que ya se había hecho en las
grandes cadenas de tiendas y supermercados. Nuestro temor iba en aumento.
Finalmente dimos con la casa del
Rabino Benny, que también fungía como sinagoga y centro judaico, y fuimos
recibidos un grupo de Israelíes que, tras interrogarnos, nos dieron la
bienvenida. Pero ellos tenían que irse así que nos dejaron solos y cerraron con
llave, dejándonos a nosotros las llaves por si acaso. Benny no había llegado
aún.
Al igual que el resto de la
ciudad, la casa de Benny no tenía electricidad ni agua, aunque el lugar, afortunadamente,
no había recibido grandes daños. La noche se aproximaba y nos empezamos a poner
nerviosos. ¿Qué pasaría si el rabino no llegaba y nos veíamos obligados a pasar
la noche solos en su casa? ¿Cómo nos transportaríamos después?
Llega alguien al lugar y nos
empieza a gritar: “eh, ¡judío!”. De nuevo mi esposa y yo nos sentimos invadidos
por el temor. Decido asomarme a la ventana. Era nada más uno de los Israelíes
que venía a tomar prestado un tambo de gasolina de los que tenía Benny, en el
departamento, y no recordaba mi nombre.
Finalmente Benny llegó con su
esposa y sus hijos, y nos recibieron con mucha calidez y amabilidad. Nos
permitieron bañarnos utilizando unos garrafones llenos con agua de su cisterna.
En estas circunstancias, ese baño fue un alivio tremendo para nosotros, así de
modesto, para nosotros fue glorioso.
Nos dieron de cenar pescado,
carne y verduras, y en esta ocasión, no hubo limitantes con las raciones. Es
una de las comidas más deliciosas que he tenido en mi vida. Pudimos escuchar de
la boca del rabino Benny algunos de los pormenores de cómo se vivió la tormenta
en el centro de la ciudad:
Ellos estaban en su casa y con el
viento se escuchó el ruido de cristales rotos, árboles y postes caídos, pudo
ver cómo en casa de sus vecinos algunos muros se derrumbaban. La casa comenzó a
llenarse de agua de la intensa lluvia que caía. La puerta de su garaje parecía
como un tejido de piel muerta que se desprendía con el aire. El horror que se
vivió en la ciudad fue inmensamente mayor que el que nosotros vivimos como
huéspedes de un hotel.
Desde el día siguiente, comenzó
la escasez de comida, agua y gasolina, y con ello los saqueos en todas las
tiendas y negocios. Los vecinos decidieron armar comités de vigilancia y
barricadas, las cuales se hicieron con los árboles caídos por la tormenta. Se
toman turnos durante el día y la noche, se hacen fogatas para mantener el área
iluminada. Era la más espantosa literatura de ficción distópica llevada a la
realidad.
También nos comentó que el día de
mañana él va a llevar a su esposa y a sus hijos a La Paz, pero él se va a
regresar a Los Cabos. Va a recibir a los miembros de CADENA, una organización
no lucrativa que se dedica a apoyar en las laboras de rescate en este tipo de
desastres, y quienes traerán víveres para los necesitados de la localidad.
Además tiene una misión: mientras haya un solo judío en Los Cabos, él, como
rabino, se quedará a darles todo su apoyo. Una valentía sumamente admirable.
El rabino nos dio una recámara
para pasar la noche, a la cual le faltaba un cristal en una de sus ventanas. Los
ruidos callejeros no nos permitieron conciliar el sueño. Se oían gritos y
sonidos extraños. No me atreví a mirar para discernir qué era lo que estaba
ocurriendo. No sé si eran golpeteos, luchas o si simplemente se trataba de
gente buscando entre los escombros. Y no paró hasta llegar la mañana.
Jueves 18 de septiembre
El día de hoy nos levantamos
aproximadamente a las siete de la mañana, me vestí, realicé mis rezos de la
mañana y posteriormente Benny nos llevó a mí y a mi esposa a la entrada de
nuestro hotel. Antes de irnos, su esposa nos dio para que nos lleváramos tres sándwiches
de atún y dos frascos llenos de pan de miel. Nosotros les dejamos, para que
entregaran a la gente de CADENA, ocho botellas de refresco que habíamos tomado
del servibar del hotel y nos llevamos aproximadamente dos litros de agua para nuestro
consumo durante el día.
En el camino nos encontramos con
varios empleados de la Marina Nacional, usando una banda que decía “Plan DNIII”
en el antebrazo, realizando labores de limpieza en las calles. Benny les
gritaba a cada uno de ellos, desde lo más profundo de su corazón: “¡Muchísimas
gracias, que D’s los bendiga!” y ellos devolvían el agradecimiento con una
sonrisa. La gratitud del rabino era algo sumamente conmovedor.
Llegamos al lugar y vimos que
estaban formando fila los últimos huéspedes que quedaban en el hotel. Resulta
que la evacuación, en lugar de empezar a las nueve de la mañana, comenzó desde
las dos de la madrugada, y ya estaban por terminar.
También vimos las largas filas,
de varios kilómetros que había para poder llenar el tanque en las gasolineras.
Benny nos comentó que los suministros los estaban limitando a $150 por persona,
y que la longitud de la fila podía ser hasta de seis horas, dependiendo de qué
tan temprano llegara uno a formarse.
Benny nos ofreció llevarnos al
aeropuerto, y le dijimos que mejor, para ahorrarse gasolina, nos deje ahí. Nos
despedimos de él, me da a mí un caluroso abrazo (a mi esposa no por las leyes
del recato del judaísmo) y nos tomamos unas fotos. Al ver partir al rabino nos
sentimos sumamente aliviados, ya que sabemos que esta pesadilla está por
terminar.
En un pequeño transporte de
turismo nos llevan al aeropuerto. Pasamos por una glorieta en la que se ve
mucha gente reunida, pero no conviviendo, cada una está por su cuenta buscando
hacer funcionar su pequeño teléfono celular. Deduje que esa glorieta sería uno
de los pocos lugares con señal disponible en toda el área.
Llegamos al aeropuerto y nos hicieron
formarnos en una larguísima fila. La fila avanzó lentamente y estábamos a la
intemperie, con el sol azotándonos a todos con su intenso calor. Ocasionalmente
pasaba personal de la marina. La gente les gritaba, desesperada: “¡agua, agua!”.
Y eventualmente cumplieron con esa petición. Dando prioridad a los niños,
quienes a veces se valían de su aparente inocencia para obtener más de una, los
marinos nos repartían agua a todos, a veces eran botellas pequeñas de
doscientos mililitros, a veces de seiscientos y a veces hasta de un litro.
En medio de la fila, bajo las
ruinas de lo que había sido un local de renta de autos, la gente se refugiaba
del intenso calor. Quienes estaban formados en la fila e iban en grupos hacían
turnos para poder mantener su lugar en la fila. Yo particularmente acordé con
mi esposa que nos íbamos alternando, media hora y media hora.
Al principio la fila avanzaba a
paso lento pero sostenido, pero en algún momento estuvo prácticamente detenida
por casi dos horas. En este tiempo se vio llegar a un helicóptero que, según
decían los rumores entre nosotros, era el Presidente Enrique Peña Nieto. Pero
nunca se paró entre nosotros. La fila continuó poco después de que el
helicóptero que presuntamente traía al presidente abandonó el lugar. La gente formada no pudo evitar expresar su
enojo ante esta aparente ocurrencia de nuestro gobernante.
Varias veces me puse protector
solar, pero sabiendo que éste sería insuficiente, yo mantuve mi cabeza y cuello
cubiertos con un suéter, me puse un pantalón de mezclilla encima de mis shorts,
y trataba de colocarme siempre de espaldas al sol para proteger mis brazos con
la sombra de mi propio cuerpo. Esto me obligó a estar mucho tiempo viendo de
espaldas a la dirección en la que se dirigía la fila.
En una ocasión pasaron por la
fila preguntando acerca de quién iba hacia Monterrey. Los que decían que iban
para allá rompían fila y eran llevados hacia el avión. Yo los ignoré, pero mi
esposa me dijo que deberíamos irnos para allá aunque nuestro destino final sea
la Ciudad de México, que ella ya no soportaba más ese calor.
Pasaron cinco largas horas, tras
las cuales llegamos a un punto de control donde dejaban pasar a la gente de
manera contada, y tras lo cual nos hicieron caminar hacia lo que había sido el
Aeropuerto Internacional de Los Cabos.
Ahí donde con tanta ilusión
habíamos recogido nuestras maletas a nuestra llegada, ahora era una banda que
solamente cargaba escombros. Los plafones del techo ya no existían, los ductos
de ventilación estaban plenamente visibles y el techo de lámina era el que nos
hacía sombra. En el edificio hicimos una fila de dos horas, serpenteando por diversas
secciones del aeropuerto. Las máquinas de rayos X que utilizan los de la aduana
ahora no eran más que asientos donde la gente se sentaba para descansar sus
pies.
De nuevo preguntaron por gente
que fuera para Monterrey, pero ya en esta ocasión mi esposa prefirió que
continuáramos, ya después del largo camino, ya nos faltaba poco para dirigirnos
hacia nuestra amada ciudad natal.
Cuando ya estábamos cerca del
final de la fila, una persona de la organización grito que quién iba para
México. Siendo que éramos un gran número de personas en esa situación, las
filas se deshicieron y algunos trataron de aprovechar el momento para meterse
antes de su turno. Yo les lancé gritos llenos de ira para que reconsideren y
nos dejen pasar a los que llevábamos más tiempo ahí. Al parecer mis gritos
tuvieron el efecto deseado y se detuvieron.
Finalmente salimos y abordamos un
pequeño camión que nos llevó hacia nuestro avión. Pudimos ver magníficos
aviones y helicópteros de la Marina y de la Policía Federal. Finalmente nos
dejaron en frente de nuestro avión, de una conocida línea aérea comercial y lo
abordamos.
Ya en el avión, pasamos una
agónica hora esperando para que éste despegara. Ocho horas en total fue el
tiempo que hicimos desde que nos formamos en la fila hasta que el avión
abandonó el suelo. Los pasajeros, aliviados, aplaudimos con gran emoción.
Nuestro sufrimiento se había
terminado. Pero no dejo este lugar sin una gran tristeza. Tristeza por no haber
podido conocer los Cabos en su máximo esplendor. Tristeza porque en mi trabajo
falta un año para que pueda volver a tomar vacaciones, y no pude descansar en
lo absoluto. Pero por encima de todo, una enorme y terrible tristeza porque
para aquellos que se quedaron en Los Cabos, aquellos que viven ahí y que no
tienen ningún sitio a donde ir, lo peor aún está por comenzar.
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